viernes, 15 de enero de 2010

Los frutos del árbol torcido.

Por Sergio Augusto Vistrain

Hoy comparto con ustedes, amables lectores, un pasaje recientemente ocurrido en mi entorno.
Muchas veces, en el camino de mi oficina a mi casa, me he topado con una persona invidente que, al llegar a una esquina hace sonar su silbato y grita “AYUDA”.

Todas las veces que me ha tocado hacerlo, le he brindado mi hombro para que cruce con seguridad. Al llegar a la otra acera simplemente me da las gracias y continúa su camino hasta la otra esquina, donde hace exactamente lo mismo.

Pues hoy, luego de cierto tiempo de no encontrarlo, lo vi.

 Iba, como siempre, explorando el piso con su bastón, pero esta vez sentado en una silla de ruedas, impulsándose con el pie izquierdo. Una mujer iba detrás de él, aunque no precisamente empujándolo, ni manejando la situación en la más mínima medida, pues él no se lo permitía, sino más bien auxiliándolo en meras pequeñeces (que se atoraba una rueda, que se desviaba un poco a la izquierda o a la derecha, etc.) y confirmándole que se encontraban en cada punto por el que pasaban; la orilla de la acera, la de la acera siguiente, el borde frente a la farmacia, el escalón frente a la casa de mudanzas, el vado de la entrada al estacionamiento, etc.

Yo suelo ser muy, pero muy poco observador. Sin embargo, al reconocerlo, me pregunté por qué hoy hacía de esa manera su habitual recorrido. Me planteé una posibilidad y, al observarlo, corroboré que, efectivamente, le ha sido amputada una pierna.

De momento sentí un profundo dolor por él, y luego me quedé con una idea en la cabeza, misma que comparto con ustedes.

Lejos, muy, muy lejos de abatirse, el señor está retomando su vida, sobreponiéndose a esa doble adversidad (ciego y cojo) que enfrenta, con más ímpetus que mucha gente que no tiene más limitación que su propia falta de voluntad.

Amigos, estoy seguro de que coincidirán conmigo en que lo que nos pasa, o nos pueda pasar, a consecuencia de los efectos tardíos de la polio, no es, no puede ser, razón suficiente para detener nuestro camino, así que ¡vamos, continuemos luchando por nosotros mismos! y, si se puede, por los demás tambien




La lección que a mí me deja esta vivencia es que: “Si el árbol que hemos plantado, un día tuerce su tronco, debemos seguirlo cultivando, porque aún así un día nos regalará sus frutos”.




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